El color prohibido según los biógrafos


Mishima, John Nathan

A fines del verano de 1950, Mishima empezó a frecuentar los bares y cafés homosexuales que habían aparecido por todo Tokyo nada más terminar la guerra. (En el Japón no había bares “gay” antes de la guerra. Su súbita aparición puede atribuirse a los muchos extranjeros homosexuales, entre ellos buen número de soldados, que se reunieron en Tokyo durante la ocupación.) Su lugar favorito era un café “gay” de Ginza que se llamaba Brunswick. Era café y bar a un mismo tiempo, contaba con camareros jóvenes y atractivos, y estaba patrocinado por una extraña combinación de japoneses acomodados y mayores, hombres de negocios extranjeros, soldados americanos y prostitutos japoneses. Por la noche, los camareros se convertían en estrellas del famoso espectáculo Brunswick. Uno de los artistas era un chico “gay” entonces desconocido que se llamaba Akihiro Mayurama, y que luego se convertiría en”chansoneuse”, vestido e mujer, y que conocido por la Edith Piaf japonesa, y todavía más tarde en la “actriz” que interpretaba el papel principal en la obra de Mishima El lagarto negro, Mayurama recuerda a Mishima en aquellos tiempos:

“Era pálido como la muerte, tan pálido que su piel tenía un tinte amoratado. Y su cuerpo parecía nadar dentro de las ropas. Pero a pesar de eso era narcisista, eso estaba claro,  tenía buen ojo para la belleza. Lo que le pasaba entonces, ante de que empezara a hacer ejercicio para fortalecerse y todas esas cosas, era que cuando se miraba a si mismo, con aquellos ojos que realmente sabían apreciar la belleza, y estaba mirándose continuamente, se ponía malo al ver lo que veía.”

En 1950 y 1951, todo el que conociera a Mishima acaba por acompañarle en alguna de sus rondas por los bares “gay”, que invariablemente terminaban en Brunswick. Él decía que estaba reuniendo material para su nuevo libro, Colores prohibidos, y aseguraba que le daba miedo entrar solo en esos sitios. Dentro se comportaba como un espectador. No se molestaba en ocultar que conocía a los naturales de esos lugares. Pero tampoco daba nunca a entender que formara parte de este mundo que estaba bosquejando en las tarjetas que siempre llevaba consigo, y no parece que los amigos sospecharan nada.

No hay pruebas de que Mishima fuera un homosexual activo antes de su primer viaje a Occidente en 1952; pero es indudable que escribir Colores prohibidos le llevó a unas profundidades del mundo homosexual en las que hasta entonces no se había atrevido a penetrar. Una de las cosas que descubrió fue que estaba en todas partes. El protagonista de Confesiones de una máscara estaba convencido de que era un caso único de “perversión”; en Colores prohibidos se demuestra que es un mal que aqueja a casi todo el mundo. En una escena característica, un extranjero viejo entra en “Rudons” (Brunswick) con su secretario, y se sienta con el protagonista. Cuando el secretario empieza a hacer proposiciones, es de suponer que a su jefe, por debajo de la mesa enlaza con el pie el tobillo del protagonista. El libro está lleno de revelaciones más o menos triunfantes de ese mismo género. Pero si hay en él una cierta complacencia, hay también una profunda ansiedad. El propio protagonista es un hombre joven más bien tonto, al que no le preocupa gran cosa su doble vida de hombre casado y homosexual. Pero hay una sirena que suena una y otra vez en el libro como una señal del presagio del autor; y lo que el narrador expresa más de una vez es miedo. En un pasaje que puede leerse como si fuera el mismo Mishima quien nos habla desde allí, se refiere al mundo homosexual como a una “jungla de sentimiento” que mantiene a un hombre enredado entre sus hiervas por más que luche por salir:

Ningún hombre ha sido capaz de apartarse definitivamente de la húmeda familiaridad que siente por las criaturas de su especie. Ha habido innumerables intentos de escapar. Pero al final no hay más que este apretón de manos húmedo, y este pegajoso encuentro de miradas. Los hombres así, esencialmente incapaces de mantener una casa, descubren únicamente algo parecido a un hogar en los ojos tristes que dicen: “Tú también eres uno de nosotros.”

El editor de Mishima para Colores prohibidos era una mujer joven llamada Michiko Matsumoto. En realidad no era un editor en el sentido occidental: en el Japón, raras veces un manuscrito de un autor conocido es editado por nadie a no ser en un aspecto puramente mecánico. Su trabajo como tantosha (parte responsable) era ir a ver a Mishima una vez al mes, en una fecha señalada por él, a recoger la entrega mensual . Desde enero a noviembre de 1951, mientras Colores prohibidos se estaba publicando, Michiko fue a ver a Mishima al menos una vez al mes; lo primero que observó fue la intimidad que tenía con su madre. Siempre que iba a su casa a recoger un manuscrito, Shizue estaba allí, sin apartarse de Kimitake, “protegiéndole de forma exagerada”. Mishima solía referirse a Shizue, incluso en presencia de ella, no como o-fikuro (mi anciana señora) o simplemente haha (madre), sino como o-kaa-sama, un nombre más bien afeminado y excesivamente ceremonioso, que significa algo así como querida mamá. 

Otra cosa que le extrañó en Mishima fue que no tuviera la “afectación acostumbrada”. Para empezar, era muy respetuoso con los plazos. Los autores famosos -y Mishima lo era en 1951-, justo antes de que se cumpliera el plazo, tenían la costumbre de comunicar a sus “editores” que la última semana apenas habían podido trabajar, o que la noche anterior alguien se había empeñado en que “tomaran otra ronda”. Mishima no dejó de cumplir un solo plazo en toda su carrera. Como Matsumoto no fue más que la primera en comprobar, señalaba una hora de un día determinado, muchas veces con semanas e incluso meses de antelación, y a esa misma hora entregaba el manuscrito terminado, en palabras de Matsumoto, “en la enfermedad o en la salud, y hasta en caso de que le matara”. Por lo general, Mishima tenía varios plazos fijados para un determinado mes; no era nada raro que varios “editores” que representaban a distintas publicaciones se encontraran a la puerta de su casa, donde una doncella les entregaba los sobres que Mishima había dejado para cada uno de ellos. El manuscrito no sólo estaba siempre a tiempo, sino que además estaba siempre limpio. La regla general entre los autores  japoneses famosos es un jeroglífico ilegible. Algunos escritores son tan imposibles de leer, que las casas importantes tienen ya especialistas dedicados a descifrar los manuscritos que llegan. Parece ser que Mishima no necesitaba ni hacer una copia; todos sus editores están de acuerdo en que casi nunca corregía: el texto estaba ya completo en su cabeza antes de que se pusiera a escribirlo con su primorosa caligrafía. 

Matsumoto expresó una vez su sorpresa de que llevara una vida en apariencia tan ordenada. Mishima contestó: “La mayoría de los escritores están perfectamente bien de la cabeza, y lo único que hacen es comportarse como si estuvieran locos; yo me comporto normalmente, pero estoy enfermo por dentro.”

Con Confesiones de una máscara había esperado dejar atrás el mundo de sangre y  noche y muerte, pero ese mundo continuaba rondándole. Como mínimo, estaba sintiéndose cada vez más enredado en la “jungla de sentimientos” en que se había metido con Colores prohibidos.

Otro de los grupos de Mishima era la pandilla homosexual que había descubierto mientras escribía Colores prohibidos. Esos amigos, japoneses y extranjeros, solían reunirse para unas fiestas intrincadas y emocionantes que daba en su casa un hombre de negocios americano, rico y residente en Tokyo desde hacía muchos años. Mishima estuvo asistiendo a esas fiestas hasta poco antes de casarse en 1958. Fue entonces cuando rompió también con un jovencito japonés que parece haber sido el único con quien mantuvo unas relaciones largas. 

Vida y muerte de Yukio Mishima, Henry Scott Stokes

Yasunari Kawabata era generoso por naturaleza y siempre estaba dispuesto a ayudar a los jóvenes escritores cuya obra le gustara. Durante las vacaciones de Año Nuevo de 1946, Mishima le llevó algunos manuscritos. Un cuento corto sobre las relaciones homosexuales en la Gakushuin le gustó lo suficiente como para recomendárselo al editor de una revista. “Tabako” (Tabaco)* fue publicado en la revista Ningen aquel mismo verano. Fue así como entró Mishima en el mundo literario de la postguerra. 

*‘Tabaco’, puede leerse en castellano reunido en el libro ‘Los sables’, de Alianza Literaria.

Kinjiki (Colores prohibidos), Mishima intenta mostrar las “discrepancias y conflictos que tengo conmigo mismo, como están representadas en los dos “yos”. El primer “yo” Es Shunsuke, un escritor de sesenta y cinco años, novelista célebre, cuyas Obras Recopiladas eran publicadas por tercera vez. Shunsike es el “viejo gruñón” en quien Mishima teme verse retratado.

Shunsuke estudia el folleto en el cual se anuncian sus Obras Recopiladas donde aparece su fotografía. En la aversión a la vejez, Mishima se adelantaba a sus años, si bien estaba a tono con el talante de la época representado por las obras de Tanizaki y Kawabata cuyos libros, El diario de un viejo loco y La casa de las bellezas dormidas, expresan el horror por la vejez con más crudeza que Kinjiki. 

El segundo “yo” de Kinjiki es Yuichi, un joven de exquisita belleza. El primero que lo ve salir del mar donde ha estado nadando es Shunsuke. A diferencia del protagonista de Confesiones de una mascara, Yuichi es un homosexual sin complejos que disfruta el acto amoroso. Pero, como el mismo Mishima, tiene más de narcisista que de homosexual. Cuando Yuichi hace su primera aparición en un bar “gay” de Tokio, “el deseo flota a su alrededor. Las miradas que lo siguen son como las de los hombres que, al paso de una mujer, la desnudan hasta quitarle el último alfiler. Los ojos entrenados y conocedores rara vez se equivocan. Mórbido el ancho pecho… la atractiva y prometedora armonía entre lo que se veía y ocultaba era tan perfecta como la de las divinas proporciones”. 

La novela es decididamente misógina. Shunsuje usa a Yuichi para vengarse de varias mujeres a quienes odia. En una de las escenas, Shunsuke se encuentra frente al cuerpo ahogado de su tercera y última esposa que se ha suicidado con su amante. La aprieta una máscara No contra el rostro hinchado hasta que éste “se aplasta como fruta madura”. La novela es también chauvinista. Los personajes extranjeros son intencionadamente ridículos. Uno de ellos tiene el hábito de gritar “¡Tegonku!; ¡Tegonku!” (¡Paraíso!; ¡Paraíso!) cada vez que alcanza el clímax sexual. Otro intenta violar a Yuichi y, al verse rechazado, llora y besa la cruz que lleva colgada del cuello. 

Por aquel entonces la vida de Mishima era semejante a la de Yuichi. “Sabía de los otros muchachos mucho más que nosotros”, manifestaba uno de sus amigos literatos. Patrocinaba el Brunswick, un bar “gay” de la calle Ginza. Allí se encontraba con Akihiro Maruyama que iniciaba su dorada carrera por los bares “gay” de donde saltó al teatro para convertirse en el más célebre interprete de papeles femeninos de su tiempo. Bailaban juntos, pero no llegaron a tener relaciones porque, según Maruyama, “Mishima no me parece atractivo, no es mi tipo”. Mishima tenía ciertas reservas con los bares “gay”. No eran más que nidos de periodistas en busca de escándalos y chantajistas que, como toda Ginza, estaban bajo la protección de los gangsters. A él, en particular, le disgustaban los hombres afeminados, su ideal era el tipo masculino como puede apreciarse en la siguiente descripción de un bar “gay” en Kinjiki: 

“Hombres bailando juntos, una extraña broma. Mientras bailaban, las sonrisas desafiantes que brillaban en sus caras decían: “No lo hacemos porque estemos obligados, no es más que una broma”. Mientras bailaban se reían, una risa de destructiva embriaguez”. Poco después Mishima le escribía a un amigo: “Ya no estoy yendo al Brunswick”. 

Lo mismo que Yuichi en Kinjiki, Mishima buscaba tanto la compañía de hombres como de mujeres. Según el dicho japonés era “de los que llevan dos espadas” (bisexual). Pero prefería a los hombres. 

Mishima o la visión del vacío, Marguerite Yourcenar

Colores prohibidos es una novela de apariencia tan chapucera que casi despierta la sospecha de haberse librado de la “producción comercial” sólo por el hecho de su tema. Como ocurre siempre en las obras de Mishima, los cálculos abundan en ésta, pero para desembocar en unas sumas que parecen erróneas. Estamos en los ambientes “gays” del Japón de posguerra, pero la presencia del ocupante sólo es vista a través de unos raros fantoches que buscan su placer; la fiesta de Navidad casi sacrílega, con gran refuerzo de whisky, que da un norteamericano riquísimo, lo mismo podría tener lugar en New Jersey que en Yokohama. El bar en donde se traman y se deshacen las intrigas es semejante a todos los bares. Yuichi, el joven hombre-objeto, pasa a través de inverosímiles embrollos, perseguido por unos títeres de ambos sexos. Poco a poco nos vamos dando cuenta de que esta novela-reportaje es una novela-cuento. Un ilustre y rico escritor, exasperado por las infidelidades de su esposa, se sirve de Yuichi como de un instrumento de venganza contra los hombres y las mujeres. La historia tiene un desenlace feliz a su propio nivel: Yuichi hereda una fortuna y va, alegremente, a que le limpien los zapatos. 



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